viernes, 27 de febrero de 2009

Cierto, pero increíble

Presente lo tengo Yo
 
Juro que quien me contó lo que voy a contar me juró que es cierto lo que le contaron.
 
Sucedió lo sucedido en una ciudad del centro del País. Cierta señora que hacía la limpieza de su casa vio una cucaracha dentro de la taza del inodoro. Prontamente fue a la lavandería y trajo un poderoso insecticida en aerosol, con el cual roció al insecto. No pareció hacerle efecto la rociada al bicharrajo, de modo que la señora repitió el tratamiento, y luego una vez más. La cucaracha dio ciertas señales de hallarse, digamos, un poco apendejada, pero de ningún modo muerta. La señora le aplicó nuevamente el fortísimo aerosol. La cucaracha continuó moviéndose. Entonces la señora, ya irritada, le dejó ir con ánimo vindicativo todo el letal vapor que quedaba en el recipiente.
 
No me extraña la resistencia del animalejo. Allá por los años sesentas, cuando la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la URSS, se proyectó una película documental que tuvo mucho éxito. Se llamaba “La Crónica Helstrom”. En ella se daban a conocer los resultados de una investigación hecha por científicos dados a la futurología. Según ellos el mundo estaba en inminente trance de acabar por causa de una explosión atómica, a la cual seguirían muchas otras. La especie humana iba a desaparecer de la faz de la Tierra, y con ella todas las demás criaturas animadas. La escena final de la película mostraba un paisaje desolado, estéril páramo sin árboles ni hierba. Hagan ustedes de cuenta un ejido. Se aproximaba la cámara a aquel polvo grisáceo sin traza alguna de haber albergado vida alguna vez. De pronto se veía un leve movimiento en aquel polvo. Seguía una pausa cargada de tensión, y luego emergía triunfalmente una cucaracha, único ser que habría sobrevivido a la catástrofe nuclear.
 
En efecto, según los enterados, ni Rasputín tiene la resistencia de las cucarachas. El príncipe Yusupov, ya se sabe, le dio a beber a ese perverso monje un litro de cianuro; le administró medio kilo de estricnina untada en galletitas; le propinó cuatro balazos, uno de ellos en parte que no es para nombrarse, y luego arremetió contra él a puñaladas, tras de lo cual lo arrojó a uno de esos ríos rusos que salen en las canciones, el Volga, el Ochichornia, alguno de ésos. Se fue al fondo de las heladas aguas el maldecido Rasputín, pero volvió a la superficie, y le hizo al príncipe Yusupov la señal del dedo.
 
Pero me he apartado de mi historia. Vuelvo a ella. El caso es que apenas había terminado la señora de vaciar en la taza del excusado los letales vapores que antes dije, cuando sin saberlo ella fue su esposo a ese lugar a hacer lo que tenía que hacer, que no era cosa menor, sino mayor. Ocupó su asiento; encendió un cigarrillo, pues al parecer en ese sitio la gente fuma muy a gusto, y luego... Lo que luego sucedió merece párrafo aparte.
 
Luego el señor, sin moverse de donde estaba sentado, echó el cerillo dentro de la taza. El fósforo iba encendido todavía. La taza estaba llena con los vapores poderosos —y altamente inflamables— que la señora había rociado en abundancia para acabar con la tozuda cucaracha. La explosión se oyó en toda la colonia.
 
No quiero ni imaginar lo que le sucedió al señor.
 
Partes muy vulnerables de su cuerpo, anteriores y posteriores, deben haber sufrido los efectos de aquella gran conflagración. Seguramente dejó de fumar a causa de la terrífica experiencia. Ojalá no haya dejado de hacer algunas otras cosas.

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