Presente lo tengo Yo
Veo con interés, señor licenciado, que no trae en la frente la señal de ceniza que los católicos llevan este día.
-¡Qué observadora es usted, amiga mía! Estoy seguro de que si llevara yo en la cabeza un ganso, una sandía, o un turbante de moro con plumas de pavo real, también lo notaría usted.
-Favor que me hace, licenciado. Pero ¿puedo preguntarle por qué no lleva esa seña cineraria?
-Usted puede preguntarme cualquier cosa. Que yo le conteste ya es otro cantar.
-¿He cometido acaso indiscreción?
-Una mujer nunca es indiscreta. Mire: desde que cumplí los 18 años dejé de ir a la iglesia para que el sacerdote me impusiera la ceniza. Y vaya que en ese tiempo el saltillense que no mostraba esa señal era considerado apóstata o hereje. La gente lo veía con hostilidad, y se apartaba de él igual que de un leproso. Aun así, a tan temprana edad yo decidí no volver a llevar en la frente eso que se llamaba “desusito”, o sea la cruz dibujada con ceniza.
-¿Por qué decidió eso, licenciado?
-Se lo diré después. Primero le contaré un episodio de mi vida. Tenía yo un amigo muy querido. Era un muchacho ejemplar. Católico ferviente, oía misa y comulgaba a diario, no como nosotros, que íbamos a misa sólo los domingos y comulgábamos los primeros viernes nada más. Además mi amigo rezaba el rosario con su madre después de la merienda, e iba a la hora santa por la noche. Pertenecía a la ACJM, y llevaba siempre en el pecho una medalla de la Virgen, y un detente.
-Perdone mi ignorancia, licenciado. ¿Qué es un detente?
-Era un escapulario con la imagen del Sagrado Corazón y una inscripción, seguramente dirigida al Espíritu Maligno, que decía. “¡Detente! ¡El Corazón de Jesús está conmigo!”.
¿Usted no usaba detente, licenciado?
-Jamás lo usé. Y sin embargo el Espíritu Maligno nunca me acometió. Seguramente no merecía yo sus acometidas. Pero estamos hablando de mi amigo. Era, como le dije, un muchacho modelo; muy religioso, muy cristiano. Pensábamos que se iba a ir al seminario. Un día, sin embargo, cambió de la noche a la mañana. Dejó de ir a la iglesia; se volvió asiduo parroquiano de la cantina que estaba en los bajos del Hotel Coahuila, y todos los fines de semana se iba al Triste con las muchachas malas.
-Extraño cambio. ¿A qué cree usted que se debió?
-Él mismo nos explicó la causa de esa transformación. Un miércoles de ceniza fue a que el padre le pusiera en la frente la señal. Al imponérsela dijo el sacerdote la frase del ritual: “Memento homo quia pulvis es et in pulverem reverteris”. Esa fórmula, como usted sabe, es un eco del Génesis (3,19). Significa: “Recuerda, hombre, que polvo eres y en polvo te convertirás”. Aquellas palabras calaron hondo en el alma de mi amigo. Se dijo: “Si polvo soy y en polvo habré de convertirme, entonces gozaré la vida antes de hacerme yo también cenizas”. Y desde entonces los días se le fueron en tratos pecaminosos con hombres de mal vivir y con mujeres de la vida airada. Cuando murió repentinamente por causa de sus vicios, a muy temprana edad, el señor cura García Siller nos dijo que de seguro nuestro amigo estaba condenado al fuego eterno. Por eso dejé yo de ponerme la ceniza.
-¿Por qué, señor licenciado?
La verdad no entiendo.
-¿Y todavía pregunta por qué, amiga mía?
Porque temo que aquellas palabras que escuchó mi amigo me induzcan también a mí al libertinaje. Y, la verdad, no quiero condenarme.
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