miércoles, 25 de febrero de 2009

La razón de la sinrazón

Presente lo tengo Yo
 
Veo con interés, señor licenciado, que no trae en la frente la señal de ceniza que los católicos llevan este día.
 
-¡Qué observadora es usted, amiga mía! Estoy seguro de que si llevara yo en la cabeza un ganso, una sandía, o un turbante de moro con plumas de pavo real, también lo notaría usted.
 
-Favor que me hace, licenciado. Pero ¿puedo preguntarle por qué no lleva esa seña cineraria?
 
-Usted puede preguntarme cualquier cosa. Que yo le conteste ya es otro cantar.
 
-¿He cometido acaso indiscreción?
 
-Una mujer nunca es indiscreta. Mire: desde que cumplí los 18 años dejé de ir a la iglesia para que el sacerdote me impusiera la ceniza. Y vaya que en ese tiempo el saltillense que no mostraba esa señal era considerado apóstata o hereje. La gente lo veía con hostilidad, y se apartaba de él igual que de un leproso. Aun así, a tan temprana edad yo decidí no volver a llevar en la frente eso que se llamaba “desusito”, o sea la cruz dibujada con ceniza.
 
-¿Por qué decidió eso, licenciado?
 
-Se lo diré después. Primero le contaré un episodio de mi vida. Tenía yo un amigo muy querido. Era un muchacho ejemplar. Católico ferviente, oía misa y comulgaba a diario, no como nosotros, que íbamos a misa sólo los domingos y comulgábamos los primeros viernes nada más. Además mi amigo rezaba el rosario con su madre después de la merienda, e iba a la hora santa por la noche. Pertenecía a la ACJM, y llevaba siempre en el pecho una medalla de la Virgen, y un detente.
 
-Perdone mi ignorancia, licenciado. ¿Qué es un detente?
 
-Era un escapulario con la imagen del Sagrado Corazón y una inscripción, seguramente dirigida al Espíritu Maligno, que decía. “¡Detente! ¡El Corazón de Jesús está conmigo!”.
 
¿Usted no usaba detente, licenciado?
 
-Jamás lo usé. Y sin embargo el Espíritu Maligno nunca me acometió. Seguramente no merecía yo sus acometidas. Pero estamos hablando de mi amigo. Era, como le dije, un muchacho modelo; muy religioso, muy cristiano. Pensábamos que se iba a ir al seminario. Un día, sin embargo, cambió de la noche a la mañana. Dejó de ir a la iglesia; se volvió asiduo parroquiano de la cantina que estaba en los bajos del Hotel Coahuila, y todos los fines de semana se iba al Triste con las muchachas malas.
 
-Extraño cambio. ¿A qué cree usted que se debió?
 
-Él mismo nos explicó la causa de esa transformación. Un miércoles de ceniza fue a que el padre le pusiera en la frente la señal. Al imponérsela dijo el sacerdote la frase del ritual: “Memento homo quia pulvis es et in pulverem reverteris”. Esa fórmula, como usted sabe, es un eco del Génesis (3,19). Significa: “Recuerda, hombre, que polvo eres y en polvo te convertirás”. Aquellas palabras calaron hondo en el alma de mi amigo. Se dijo: “Si polvo soy y en polvo habré de convertirme, entonces gozaré la vida antes de hacerme yo también cenizas”. Y desde entonces los días se le fueron en tratos pecaminosos con hombres de mal vivir y con mujeres de la vida airada. Cuando murió repentinamente por causa de sus vicios, a muy temprana edad, el señor cura García Siller nos dijo que de seguro nuestro amigo estaba condenado al fuego eterno. Por eso dejé yo de ponerme la ceniza.
 
-¿Por qué, señor licenciado?
 
La verdad no entiendo.
 
-¿Y todavía pregunta por qué, amiga mía?
 
Porque temo que aquellas palabras que escuchó mi amigo me induzcan también a mí al libertinaje. Y, la verdad, no quiero condenarme.

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