jueves, 26 de febrero de 2009

Prohibir políticos

De politica y cosas peores
 
Don Languidio, senescente caballero, echó de menos una leontina que su abuelo le había regalado. Sospechó que Cleptanís, la linda criadita de la casa, había hurtado la valiosa prenda, y buscó en la petaquilla de la joven. Ahí estaba, en efecto, la cadena de oro para el reloj de bolsillo. “Lo siento mucho, Cleptanís -le dice don Languidio a la muchacha-. Me temo que tendré que llamar a la policía”. “¡No lo haga, señor, se lo suplico! -impetra con angustia la criadita-. ¡No quiero ir a la cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y todo triste ruido hace su habitación! ¡Pídame lo que quiera, que yo me rendiré a su voluntad, cualquiera que ésta sea! ¡Todo con tal de no pisar una mazmorra, celda, calabozo, galera, trápana o prisión!”. (Nota: le faltó “ergástula”). Don Languidio, que había llegado ya a la cuaresma de la vida, conservaba todavía entre las cenizas de su edad madura algunos rescoldos de antiguo carnaval, y miró abierto el portillo por donde podría entrar a holgarse con los encantos de la moza, a quien miraba siempre con avidez de fauno. Le dijo, pues, cuál era su exigencia, y la mucama se allanó a esa torpe demanda de libídine. Mas vino a suceder que a la hora de la verdad le sucedió al pobre don Languidio lo mismo que al presidente Calderón: no pudo izar la bandera. Por más esfuerzos que hizo, y pese a que tenía junto a sí la apetecible belleza de la joven, no logró el desdichado carcamal ponerse en aptitud de gozar lo que con tanto ardor había deseado en sus vehementes fantasías. “Lo siento mucho, Cleptanís -le dice entonces don Languidio a la muchacha-. Me temo que ahora sí tendré que llamar a la policía”...
 
Yo no digo que en este país debería estar prohibida la política. Lejos de mí tan temeraria idea. De no ser por la política ¿cómo podría haber en México hombres ricos? Lo que sí digo es que los políticos deberían estar prohibidos. La verdad, nos tienen hartos ya con su incesante propaganda. Cualquier extranjero que venga a México y vea la profusa publicidad que a sí mismos se hacen esos señores en todos los medios, cuartos, tercios y demás fracciones, y los grotescos anuncios de los partidos que los encaramaron al poder, sabrá inmediatamente que se encuentra en un país subdesarrollado. No tienen los gobernantes por qué alardear de las obras que pagan con el dinero de los contribuyentes: realizar esas obras es su obligación, y no deben usar el cargo —y el erario— para promover su imagen a fin de llegar a otro cargo. Estamos cansados ya de ese incesante bombardeo de imágenes, frases hechas, dimes y diretes, promesas y jactancias. Por desgracia no hay ley que prohiba ese dispendio, pues las leyes electorales las hacen los partidos a su medida, y no tiende por tanto esa legislación a procurar el bien de México y de los mexicanos, sino a favorecer a esa nueva casta de políticos que gastan millonadas en este país pobre -en este pobre país- que México es. Y más no digo, porque se me acabó el espacio. Además estoy muy encaboronado...
 
Con dos historietillas haré bajar el telón de esta comedia, y luego me retiraré muy digno, dentro de lo posible...
 
El pirata Morgan —parche en un ojo, pata de palo, agudo gancho en lugar de mano izquierda— iba por una playa con su esposa. Andaba ahí una hermosa chica con las bubis y las pompis llenas de tafetanes y curitas. Nervioso le dice el pirata a su mujer, que lo veía con mirada de interrogación: “¡Te juro que no la conozco!”...
 
Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue a una fiesta. Ahí un trovador cantó con mucho sentimiento aquello de: “Tengo un pájaro azul...”. “¡Pobrecillo! —exclama compadecida la señorita Himenia—. Ha de ser falta de circulación”...
 
FIN.

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