domingo, 22 de febrero de 2009

El recuerdo. ¿Se necesita más?

Presente lo tengo Yo
 
Por entre las cortinas del recuerdo asoma la amabilísima visión de un Saltillo con el encanto de las cosas idas que evoco en el tranco de una sola parrafada. El policía nocturno, con su farol y su silbato. Nos recuerda al sereno y al gendarme de “La Verbena de la Paloma”: “Pus si yo toco el pito, se acaba la función”. Amables policías que no podían trabar amistad con nadie para no perder su independencia: por reglamento debían conducirse “con la mayor moderación, aunque con dignidad y energía”, como si llevaran la macana en una mano y el Carreño en la otra. Las campanas de las iglesias, que anunciaban con permiso expreso de la ley el Angelus, y tocaban a rebato para llamar a los ciudadanos a combatir un incendio. Saltillenses que traían la música por dentro, y por fuera también, pues poseían un amplio surtido de músicas: “vítores, serenatas, alboradas, gallos”, que vaya usted a saber qué diferencia habría. Cosas cuyo conocimiento nos asombra, como esos bailes llamados velorios en que los participantes bailaban valses, polkas y redovas al lado del cuerpecito muerto de un infante. Prohibición terminante de “ensuciarse” en la vía pública. (“Oiga, eso no se puede hacer aquí”. “Pos yo ya estoy pudiendo”. “Voy a dar parte a la autoridad”. “Si quiere désela toda”). Arrieros, cocheros, sotas, cargadores, herreros, carroceros, aguadores, hortelanos, campaneros, carretoneros, todo un desfile de personajes idos para siempre, como desaparecieron después el vareador de lana, y el afilador de María Enriqueta, que viene tocando su caramillo, y el apaleador de nogales, y el capador de gatos, y el tejedor de tule, y tantos y tantos tipos más que eran parte de la vida en Saltillo y que se fueron ya. Podemos imaginar a los niños, jugando a la pelota y la rayuela en las esquinas, o “coleándose” de los coches, que así se llamaba a colgarse de la parte posterior de los cochecitos de caballos, y yo todavía alcancé a hacerlo y a sentir la honda emoción deliciosa de la aventura prohibida, con el riesgo de recibir en el lomo o las costillas la caricia del exactísimo “chicote” del cochero, que manejaba su látigo con funesta puntería de Guillermo Tell. Niños que hacían volar sus “papelotes” (papalotes decíamos nosotros) desde las azoteas de las casas, o en la amplitud de la plaza sin árboles ni fuente, y por eso amenazados con una multa de 25 centavos por un legislador draconiano que se había olvidado de que alguna vez fue niño. Saltillo de 1886 que se dormía al toque de oración y despertaba con las luces primeras de la aurora; que vivía al ritmo lento del paso de los viejos jamelgos por las calles; donde el café-restorán era visto por los honrados vecinos con los mismos ojos de suspicacia con que se ven ahora las cantinas y los billares de barriada. De todo eso ¿algo nos queda o todo se hizo polvo, cenizas, sombra, nada, como el poeta dijo? Podemos al menos correr las cortinas del vasto salón de las memorias, y en una tibia penumbra evocar aquella ciudad pequeña de nuestros abuelos. Jamás los muertos entierran a sus muertos. Nosotros seguimos velando en los aposentos del corazón del cuerpo tibio de aquel Saltillo párvulo, el Saltillo de nuestros padres y nuestros abuelos.

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