viernes, 20 de febrero de 2009

Historia de alguien sin historia

Presente lo tengo Yo
 
Esta nana mía era pequeña de cuerpo, y delgada como una espiga. Parecía una niña ya de edad. En las tardes, a la hora de la siesta, juntaba dos sillas y se acostaba en ellas, y dormía hasta que la casa volvía a despertar.
 
Me arrullaba con cantos de la iglesia. Por ella los aprendí, por ella los recuerdo ahora que no los canta nadie ya:

Altísimo Señor, que supistéis juntar
a un tiempo en el altar
ser cordero y pastor...
 
Estaba yo con mi nana aquella tarde en que, de pronto, oímos un estruendo sordo. Se había caído la cúpula del templo de San Juan Nepomuceno. Dijo ella:
 
-¡Alabado sea Dios!
 
Salimos a la puerta y vimos que venían Lucita y Mariquita López, más pálidas que nunca. Iban llegando ya a San Juan, contaron, cuando vieron que la cúpula se venía abajo. Sus negros vestidos estaban grises por el polvo que levantó el derrumbe.
 
En la familia se contaban cosas de mi nana que yo no comprendía. Se la robó un jefe revolucionario, en General Cepeda, cuando ella no cumplía aún los 13 años. Su familia la vio irse como se ve a distancia un papel arrastrado por el viento. Fueron todos a la estación del tren; ella los miró, y con sonrisa triste les dijo adiós con la mano desde la ventanilla del vagón. Su padre le dijo a su mamá, que lloraba sin hacer ruido:
 
-Hubiéramos tenido puros hombres.
 
Regresó a los dos años, con un niño en los brazos. Llamó a la puerta de su casa, como una extraña, y cuando su madre abrió ella se arrodilló en la acera para pedir perdón. La señora se arrodilló con ella, se abrazaron y lloraron las dos ahí, en la calle.
 
Después se empleó como criada en casa de mis abuelos maternos. Una y otra vez contaba su historia a las ávidas hijas, y una y otra vez la repetía para las visitas, que la escuchaban con los oídos bien abiertos y los ojos más.
 
-Cuando llegamos a la Capital nos hospedaron en el palacio de Chapultepé. A Pancho y a mí nos tocó dormir en la cama de una señora que le decían Carlotita.
 
-Cántanos una canción -le pedían las muchachas en voz baja, de complicidad. Esperaban oír uno de esos cuplés picosos que se cantaban en los teatros de la Capital. Y ella:
 
Altísimo, Señor, que supiste juntar...
 
-¡Anda, tonta!
 
Pasó el tiempo, y mi abuela la prestaba a aquella de sus hijas que salía embarazada. Ella se hacía cargo de la casa, y asistía al doctor Farías en los partos. Recibía a la criatura de manos del doctor y la liaba con destreza, como a pequeña momia, y le ponía un gorrito. Si la recién parida no tenía leche ella buscaba una nodriza entre sus numerosas conocencias.
 
Fue nana de todos nosotros. A todos, decía, nos cargó. Ella anunciaba en el vecindario, casa por casa, nuestro nacimiento:
 
-Que dice doña Carmen -o doña Beatriz, o doña Adela- que ya tiene usted un nuevo criado a quien mandar.
 
En la cocina de nuestra vieja casa puse, en azulejos hechos por los hermanos García, los nombres de las santas mujeres que siendo criadas nos criaron. Ahí está el nombre de ella.

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