viernes, 25 de enero de 2013

¡Viva Villa, jijos de la ...! Un recuerdo saltillero

Presente lo tengo Yo

Año de 1914. Se vivían días difíciles, de revolución. Nuestra ciudad se sobresaltaba de continuo con los ires y venires de las tropas, y con los encuentros que libraban —a veces en las calles más céntricas— los seguidores de Carranza con los soldados del ejército federal.

Saltillo había sido ocupado por las fuerzas revolucionarias de Pablo González y Francisco Villa. Una tensa calma reinaba tras la retirada de las tropas gobiernistas. La vida de los saltillenses, sin embargo, no volvía del todo a la tranquilidad. Y eso era por causa de los soldados villistas.

El general Pablo González era un militar culto, un hombre de lecturas. Aun en los fragores de la lucha sabía respetar los derechos de la población civil. Por eso cuando conquistaba una plaza, cuando tomaba una ciudad, lo primero que hacía era acuartelar a sus tropas para evitar los desmanes de la soldadesca. Cualquier abuso lo castigaba con rigor, y así en sus filas reinaba la más completa disciplina. Todo lo contrario se veía en las huestes de Villa. Sus hombres, arrojados como eran, seguían sus arrojos después de la victoria, y trataban a los inermes ciudadanos igual que a feroces enemigos. El saqueo y el pillaje no eran caso raro entre los villistas, cuyo jefe no les imponía la dura rienda de la obediencia militar.

Para celebrar el triunfo de las fuerzas revolucionarias se llevó a cabo un baile en el Casino.

Asistieron Pablo González y Villa. Al terminar el sarao los dos salieron juntos a caminar alrededor de la Plaza de Armas. Villa había cedido a don Pablo el lado preferente al caminar con él, de modo que con su mano izquierda llevaba por el brazo derecho al general. En ese paseo iban cuando por una calle que conducía a la plaza irrumpió una banda Villista de soldados ebrios que disparaban sus pistolas al tiempo que gritaban:

-¡Viva Villa, jijos de la retiznada!

De sobra está decir que con excepción de “Viva Villa” todas las demás palabras eran más sonoras. Al oírlas, y al ver la amenazante actitud de los soldados, los saltillenes que salían del baile se untaron todos a la pared, esperando alguna agresión o tropelía de los escandalosos.

Don Pablo González, entonces, cambió de lado. Se puso a la derecha de Villa y con su mano lo tomó del brazo. Así siguieron caminando un trecho más. Luego habló González a Villa.

-General, —le dijo con voz de orden—, mande usted a esos hombres que inmediatamente se vayan al cuartel.

El Centauro del Norte no estaba acostumbrado a oírse mandar así. Hizo un movimiento instintivo como para sacar la pistola, pero sintió la fuerte presión de la mano de don Pablo, que le oprimía el brazo como garra impidiéndole todo movimiento. Entendió el guerrillero la previsión del general. Sonrió y abandonó su actitud de violencia. Y luego:

-¡Fierro! —llamó con fuerte grito a uno de los hombres de su estado mayor—. ¡Llévese a esos al cuartel!

Y sin decirse más, Pablo González y Francisco Villa siguieron su paseo. Nadie se percató de que en Saltillo, esa noche, pudo haber sucedido algo que ciertamente habría alterado el rumbo de la Revolución.

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