jueves, 10 de enero de 2013

Amores gatos. Una historia demasiado real

Presente lo tengo Yo.
 
Hay un dicho que me hace estremecer. Dice así: “Los amores de los perros siempre se ven. Los amores de los gatos siempre se oyen. Y (aquí viene el estremecimiento) los amores de los hombres siempre se saben”.
 
En efecto: lo que se hace de noche de día aparece. No es necesario esperar el día del Juicio Final para que tus pecados sean conocidos. Y de ese conocimiento pueden venir efectos muy variados, algunos de ellos merecedores del calificativo “trágicos”. Y va de cuento.
 
Sucede que un cierto señor se fue a trabajar a los Estados Unidos. Dejó en su ciudad de origen a su esposa y su pequeño hijo. Quería ganar dinero para darles una vida mejor. Pronto encontró trabajo allá —era un experto colocador de alfombras—, y rápidamente se hizo de la confianza y aprecio de su jefe, pues era hombre trabajador, honesto y responsable.
 
Empezó a enviar dinero a su señora; primero pequeñas cantidades —lo necesario para su subsistencia—, y luego más y más. Llegó a mandar 2 mil dólares por mes. Con el dinero le remitía a su señora instrucciones sobre el uso que debía dar a aquellas sumas: ampliar la casa; comprarse un coche; adquirir un seguro de educación para su hijo...
 
Pasaron tres o cuatro años. El hombre no había regresado a su ciudad por el temor a no poder entrar de nuevo en Estados Unidos y perder aquel trabajo tan bueno que tenía. Pero un día no pudo resistir más la nostalgia, y volvió. Lo hizo sin avisarle a su esposa: quería que aquello fuera una sorpresa.
 
Y fue sorpresa, pero para él. La señora estaba viviendo en su casa con otro hombre —mucho más joven que ella—, al que mantenía con el dinero que su marido le mandaba. No había ampliado la casa, ni había comprado automóvil, ni seguro para la educación del hijo. Todo lo empleaba en mantener a aquel amante a quien todos los vecinos conocían ya.
 
No voy a hacer más larga una historia que por naturaleza es corta. Cuando el marido apareció en la puerta el querido puso pies en polvorosa. La mujer, incapaz de disfrazar los hechos, se burló del recién llegado. Entonces éste la tomó a golpes con ella, y la mandó al hospital.
 
No sé qué pensar acerca de esto. De hecho no sé qué pensar acerca de muchas cosas de la vida. Sobre las cosas de la escuela sí sé qué pensar, verbi gratia acerca de la raíz cuadrada o del interés compuesto (del descompuesto jamás oí hablar). Pero las cosas de la vida son bastante más complicadas. Tomen ustedes por ejemplo el suceso que acabo de contar. La mujer, ciertamente, hizo muy mal en faltar a la fe de su marido. Pero la ausencia es canija, si me permiten ustedes esa expresión vulgar. Hay que ver el punto de vista de la señora, no por infiel menos merecedora de que su caso sea visto con imparcialidad. Pienso también en el indocumentado, y en su desilusión al ver que el dinero que con tantas fatigas se allegaba iba a parar a los bolsillos de un zángano que se cogía a su esposa.
 
¿Cuál es la moraleja de esta narración? Ninguna. La vida no tiene moralejas. A los que actúan bien les va muy mal a veces, y con frecuencia los malos se salen con la suya.
 
Quizás habrá que esperar el día del Juicio Final para saber la moraleja. Y para colmo yo tendré que esperar bastante, pues supongo que el Juicio se hará por orden alfabético —igual que los exámenes orales en la Escuela de Leyes—, y a mí, por empezar mi apellido con F, me tocará ya en la nochecita. Igual que en la Escuela de Leyes.

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