miércoles, 30 de enero de 2013

De mesas y meseros

Presente lo tengo Yo

Oficio tradicional el del mesero, y muy difícil

Soy hombre agradecido, y buena parte de mi agradecimiento es para los meseros. Acerca de ellos se cuentan muchos chistes (“¡Mesero! ¿Voy a tener que esperar aquí toda la noche?”. “No, señor. Cerramos a las 12”), pero esos cuentos, como los que se hacen a costa de las suegras, carecen de verdad. Bueno, casi siempre.

El primer gran mesero que conocí y traté fue Pepe Carrizales, en el inolvidable “Élite” de Chuy Martínez. Alto, delgado, con el negro cabello brillando en vaselina y peinado hacia lo alto, Pepe era modelo de elegancia y fino trato. A mí me quería bien. En cierta ocasión estaba yo con una chica, y llegó al café otra con la que antes tuve devaneos. Taconeando sonoramente para ser notada se dirigió la recién llegada a la radiola y puso la conocida melodía intitulada “Hipócrita”. Luego, ya en su mesa, clavó en mí y en mi amiga una insistente mirada de negro rencor fuliginoso. De inmediato acudió Pepe y apagó el aparato.

-Se descompuso -explicó lacónicamente a la enemiga, al tiempo que le entregaba una moneda como la que ella había depositado en la radiola.

¿Se puede pagar, acaso, la protección de semejante ángel guardián?

Pepe Carrizales nos seguía el humor a los asiduos parroquianos del café. Un día dos amigos y yo nos conjuramos para sacar de onda, como hoy se dice, a un compañero que teníamos, muy atildado él, lucidor de buenas galas, que usaba traje, corbata y mancuernillas mientras nosotros vestíamos al desgaire, según correspondía a nuestra edad. Llegamos al “Elite” los cuatro —el joven elegante por primera vez— y nos sentamos a la mesa. Acudió solícito Pepe Carrizales.

-¡Señor licenciado! —me saludó grandilocuente, haciéndome una profunda reverencia—. ¡Cuán alto honor tenerlo entre nosotros! ¿Qué va usted a tomar?

Yo, el señor licenciado que cursaba el bachillerato de Leyes en el Ateneo, pedí un café.

-Y usted, queridísimo maestro —le preguntó al segundo, estudiante de primer año en la Normal—, ¿qué desea?

-Café, también.

-¿Y usted, señor contador? -le preguntó al tercero, alumno de primer año en “la Victoriano”.
-Una Coca -solicitó el futuro tenedor.

Pepe Carrizales apuntó ceremoniosamente los pedidos. Luego, desdeñoso, se dirigió con marcada displicencia a nuestro elegante amigo.

-Y tú ¿qué quieres?

Desconcertado, el peripuesto joven apenas acertó a decir que él también quería un café.

Se alejó Pepe con majestad, en alto la nariz y el paso presto. Nuestro desventurado compañero no salía de su confusión. ¿Por qué, nos preguntó turbado y lleno de mortificación, a nosotros el “camarero” nos había hablado de usted, y a él lo había tuteado? Estiraba las mangas de la camisa para lucir las mancuernillas, prueba evidente de su calidad, y otra vez se interrogaba, y nos interrogaba, sobre la causa del trato que recibió de “el mozo”. No sabía el lacerado de la conjura tramada por nosotros con aquel Pepe Carrizales que a más de excelentísimo mesero era un actor acabalado.

Meseros de toda laya he conocido en mi existencia. En un pequeño restaurante de Oaxaca, frente a la plaza principal, el señor que iba conmigo le preguntó al mesero:

-¿Qué tienes bueno, bueno?

El muchacho sopesó la pregunta un momentito y luego respondió:

-Bueno bueno, nada.

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