sábado, 12 de enero de 2013

¿Honestidad o reflectores?

De Política y Cosas Peores
 
Silly Kohn, vedette de moda y mujer sexualmente hiperactiva, hace este comentario: “En cuestión de atributo varonil los hombres vienen en tres tamaños: Grande, mediano, y ‘El tamaño no importa, lo que importa es la técnica’”…
 
Jactancio, individuo pagado de sí mismo, fatuo, vanidoso, elato y engreído, llegó sin invitación al departamento de Rosibel, linda muchacha. Se repanchigó en un sillón de la sala e hizo que la chica le sirviera una bebida alcohólica. Luego le dijo, presuntuoso: “Puedo hacerte la mujer más feliz del mundo”. Le preguntó Rosibel al tiempo que se ponía en pie: “¿Qué ya te vas?”…
 
Susiflor les contó a sus amigas que su novio se había comprado un coche convertible pensando en ella. Preguntó una: “¿Por qué pensando en ti?”. Explicó Susiflor: “Para que en el asiento de atrás pueda yo estirar las piernas”. (No le entendí)…
 
“Busca tu luz, muchacho. Busca tu luz”. Ese consejo le daba doña Sara García a un muy joven Eulalio González, “El Piporro”. Con eso le quería decir que al actuar en un escenario debía procurar ponerse lo más cerca posible de los reflectores, a fin de que su figura destacara. En muchos casos la política es teatro. Pero no debe serlo en todos. Pienso que la aprobación de la Ley General de Víctimas, y la ceremonia de grande lucimiento que enmarcó su presentación, fueron cosa de reflectores más que sólida y razonada propuesta para atender con justicia las reclamaciones de quienes han sufrido los efectos de la violencia criminal. Esa ley, para decirlo en voz de pueblo, tiene muchos asegunes. Juristas y líderes sociales por igual han expresado su preocupación ante los diversos puntos poco claros que advierten en ella. Sobre todo el tema de la reparación económica a las víctimas o a sus allegados tiene muchas aristas. Hay quienes se preguntan, por ejemplo, si el poeta Javier Sicilia, principal promotor de la ley, aceptaría una compensación en dinero por la pérdida dolorosa que sufrió y, en su caso, a cuánto ascendería la cantidad, y qué impuestos causaría. Quizás en este asunto la actitud de Calderón fue más prudente, y más de hombre de Estado, que la de Peña Nieto. Quizá no tendrán muchos efectos, aparte del de teatro, los reflectores que con dicha ley consiguió el nuevo Presidente, lo mismo que el oficial abrazo —ya no cristiano beso— que en escena le dio el señor del chaleco y el sombrero…
 
La maestra de Pepito le pidió al chiquillo que deletreara el nombre de Hirohito, el emperador de Japón en tiempos de la Segunda Guerra. Deletreó Pepito: “Hache como en ‘huevo’; i como en ‘idea’; ere como en ‘rosa’; o como en ‘oro’; hache como en el otro huevo…”…
 
Don Chinguetas se hartó de su esposa, doña Macalota, y se mudó a la cochera. Ahí puso su cama y sus efectos personales. Siguió, sin embargo, haciendo las pequeñas tareas que hacía antes: cortaba el césped, arreglaba los desperfectos de la casa, etcétera. Ella, a su vez, le llevaba de comer a la cochera, le tenía su ropa en orden y demás. Un amigo le preguntó a Chinguetas por qué no se iba de la casa para librarse definitivamente de su mujer. “A decir verdad —respondió él—, antes éramos muy malos esposos, pero ahora somos muy buenos vecinos”…
 
La señorita Peripalda, catequista, era muy púdica. En un restorán argentino le preguntó al mesero: “Dígame, señor: la ubre y el pecho de ternera ¿vienen con brassiére?”…
 
Los recién casados llegaron al departamento donde iban a vivir. La novia tomó de la mano a su flamante maridito y lo condujo a la sala, luego a la cocina, y finalmente a la recámara. En seguida le informó con una sonrisa: “Sólo puedo ser buena en uno de esos tres cuartos. Escoge en cuál”…
 
Aquel señor estaba en el lecho de su última agonía, víctima de un mal que los médicos no pudieron identificar. “Antes de morir—le dijo con feble voz a su mujer— debo confesarte algo”. “No hables —lo interrumpió la señora—. Tranquilízate”. Insistió el agonizante: “Tengo que hacerte esa confesión para morir en paz”. “No quiero saber nada —manifestó ella—. Cierra los ojos y duerme”. “¡Déjame hablar! —porfió el desdichado—. ¡Si no te confieso mi culpa no podré irme tranquilo de este mundo!”. “Está bien —cedió la esposa—. Dime lo que me tengas qué decir”. Habló el pobre señor: “Quiero que sepas que te estaba engañando con tu mejor amiga”. “Ya lo sabía —le dice la mujer—. ¿Por qué crees que te envenené?”…
 
FIN.

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