De politica y cosas peores
Yo soy un habitante del desierto. Cuando viajo a los trópicos me
mareo de verdes. Lo mío son las arenas que antes fueron grises y que se
hicieron ocres por el sol. Vivo en la casa de los espejismos. La montaña
que veo allá no existe. Viene en el mapa, sí, pero no existe. Lo que
miro es un miraje: llego a él y llego a nada. Aquí la naturaleza —bella
dama sin piedad—agarra sus dones con la fuerza con que un avaro agarra
sus monedas. Allá en la selva el pez, la orquídea, el mango. En esta
tierra hasta una tortilla hay que arrebatársela a la tierra. Don Simón
Arocha, señor muy señorial del norte de Coahuila, bautizó con expresivo
nombre a su rancho en el desierto. Le puso “Piedras de lumbre”. Calor
terrible hacía siempre ahí. Las lagartijas, para refrescarse, se metían
en los mofles de los camiones que pasaban. Solía decir don Simón que
Dios Nuestro Señor, pese a su infinita sabiduría omnisciente, había
cometido cuatro gravísimos errores. El primero fue que nos puso el
chamorro en la parte de atrás de la pierna. ¡Error funesto! Debió
habérnoslo puesto por delante, con lo cual nos habríamos evitado para
siempre esos dolorosos golpes que a veces nos damos en las espinillas.
Puesto
atrás, el chamorro para lo único que sirve es para que nos muerdan los
canijos perros. El segundo error es que Diosito no nos puso un ojo en el
extremo del dedo índice de la mano derecha. ¡Cuán útil nos habría sido
ese tercer ojo! En la misa, a la hora de dar la limosna, sacaríamos el
veinte, en vez de sacar por equivocación el peso. Y aunque llegáramos
tarde a los desfiles podríamos ver el paso del cortejo con sólo levantar
el dedo.
El tercer error era igualmente grave: por disposición divina a
los hombres se nos caen los dientes con los años. ¡Y los dientes
siempre los necesitamos! Debería caérsenos otra cosa, que con los años
maldita ya la falta que nos hace. El cuarto error de Dios era al que al
señor Arocha le dolía más. ¿Cómo podía ser, se preguntaba desolado, que
lloviera en el mar y no lloviera nunca en Piedras de Lumbre? Don Teófilo
Martínez, por su parte, agricultor en el Valle de Derramadero, cerca de
Saltillo, cuando alguien le preguntaba si estaba dura la sequía en su
rancho, respondía: “Cómo no estará de dura, que tengo un muchachillo en
el estanque espantando a las golondrinas para que no se acaben el agua”.
Y es que las golondrinas pasan rozando la superficie y toman una gota
en sus piquitos. Hay en México vastas extensiones desérticas. Para
atender los problemas de sus habitantes se creó una importante
dependencia: la Comisión Nacional de Zonas Áridas. La dirigió en sus
inicios un gran coahuilense a quien mucho debe mi estado natal, don
Braulio Fernández Aguirre, quien en noviembre pasado cumplió 100 años de
edad y se mantiene fuerte como un roble.
Tuvo como cercano
colaborador a un saltillense apreciadísimo, don Jesús R. González. Ahora
otro valioso coahuilense, Abraham Cepeda Izaguirre, ha sido designado
director de la Conaza. Acertado nombramiento fue ése, puedo decirlo sin
dudar. Conozco al nuevo titular desde que era muy joven. En aquellos
años el Potrero de Ábrego era una comunidad aislada del mundo, y también
de Arteaga y la Villa de Santiago. No había ahí energía eléctrica. Las
mujeres estaban sometidas a la esclavitud del metate, y los niños debían
hacer sus tareas escolares a la luz de pestilentes y humosas velas de
sebo. Fui con Abraham Cepeda, que entonces tenía a su cargo tareas
oficiales relacionadas con la electricidad en el campo, y le pedí que
llevara la luz al Potrero. Él movió cielo y tierra —movió también un
helicóptero—, y el milagro se cumplió: por las fragosidades de la sierra
se tendió una línea eléctrica, y se hizo la luz en el Potrero. El nuevo
titular de la Conaza es hombre generoso que conoce bien las regiones
desérticas, y a sus moradores. Hará, estoy seguro, un excelente papel al
frente de la Comisión. Le ruego solamente que evite un grave yerro que
en otro tiempo se cometió en esa oficina. Las guapas chicas que
trabajaban en la delegación de mi ciudad participaron un 20 de noviembre
en el desfile de la Revolución. Llevaban unas playeras que ponían de
manifiesto las atractivas turgencias de su busto. Y sin embargo las
playeras mostraban en esa parte pectoral un letrero que decía: “Zonas
Áridas”. Le ruego a mi admirado paisano que ese error no se vuelva a
cometer…
FIN.
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