domingo, 20 de enero de 2013

Lobatos

Presente lo tengo Yo
 
Akela, Bagheera, Balú y Mowgli.
 
Propongo un nuevo mandamiento. Así como el primero dice: “No tendrás otro Dios más que a Mí”, este otro diría: “Nunca discutirás acerca de Mí”.
 
En efecto, las discusiones sobre religión nunca llevan a ninguna parte. Son como las discusiones sobre política o sobre toros: cada quien se afinca en su respectiva posición, y no cede ni un ápice. En esa clase de debates se pone mucho calor, pero muy poca luz.
 
Digo todo esto porque en tiempos de la juventud tres amigos y yo fuimos a una excursión a Los Aguajes, en la sierra de Zapalinamé. Acordamos que cada uno llevaría algo para la comida: éste los lonches de huevo con chorizo; el otro las gorditas con frijoles; aquél los refrescos. A mí me tocó el postre, para lo cual llevaba en mi mochila una buena ración de cajeta de membrillo y un frasco de jalea de tejocote.
 
Sucedió, por desgracia, que en uno de los descansos empezamos a hablar de religión. Jamás lo hubiéramos hecho: la diversidad de opiniones rompió la armonía que suele haber en esos paseos, y a poco estábamos discutiendo con tal aspereza que fue milagro que no nos tomáramos a mojicones. Uno era católico devoto; el otro se declaró ateo; un tercero manifestó su agnosticismo. Yo por mi parte, ecléctico y conciliador —o sea débil de carácter—, afirmé profesar un credo que algo tomaba de cada una de esas posiciones.
 
Disputamos con acritud, y a poco ya nos estábamos motejando con adjetivos de mucha sonoridad y peso, de los cuales “pendejo” era el menor. Acabamos todos enojados con todos, sin hablarnos, y cada uno comió lo que llevaba. A mí la trompa se me puso hinchada de tanto dulce. Comí pura cajeta y mermelada. Sea por Dios. Bastante peor le fue al de los refrescos.
 
No sucedía nada de eso con el grupo de scouts y lobatos que había en el Colegio Zaragoza. Sus campamentos estaban muy bien organizados. Quienes asistían a ellos aprendían a hacer bastantes nudos (el más difícil era el llamado “de marrano”), y en teoría eran capaces de encender una hoguera frotando dos pedacitos de madera. Si alguno consiguió hacer eso en la práctica, no sé. Los jefes de aquellas huestes caminantes tenían nombres peregrinos sacados de “El Libro de la Selva”, de Rudyard Kipling: Akela, Bagheera, Balú, Mowgli...
 
Yo no fui lobato. Era tan pequeñito y escuchimizado que Akela, Bagheera, Balú y Mowgli jamás me admitieron en sus filas por miedo a que me llevara el viento. Pero oía boquiabierto los relatos de las hazañas de los scouts, como la vez aquella en que una enorme roca se desprendió de lo alto y rodó por la pendiente. Seguramente habría aplastado a todos —incluso a Akela, Bagheera, Balú y Mowgli— si no es porque Toño Elizondo, el juvenil jefe de la tropa, hoy muy querido sacerdote, clavó su bastón en tierra, y haciendo un supremo esfuerzo detuvo el descomunal peñasco, salvando así la vida de sus compañeros.
 
A veces, por las mañanas, vuelvo la vista a la sierra de Zapalinamé, allá por el rumbo del Picacho, y recuerdo esas historias de heroísmo. No fui lobato ni scout, es cierto, pero el Colegio Zaragoza, mi colegio de niño, me enseñó el amor a la naturaleza. Me enseñó, sobre todo, el amor a las cumbres.

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