Presente lo tengo Yo
El sábado por la mañana fui a desayunar en un restorán
de la ciudad. El restaurante estaba lleno de añosos señores vestidos con
atavíos juveniles, como en la película “Easy Rider”: chaquetas de
cuero; pantalones de lo mismo; playeras con inscripciones coloridas;
botas; guantes de piel; gorras o bandana en la cabeza...
Eran
motociclistas, según deduje del hecho de que todos llegaron en
motocicleta. (La práctica del periodismo le da a uno cierta
perspicacia). Algunos hablaban en inglés y otros en español. Los demás
no hablaban. Iban, según supe después, a un congreso de motociclistas en
Guadalajara.
Los niños son capaces de hacer grandes filosofías.
Con las frases de mis nietos podría yo hacer un libro de dimensión y
profundidad mayores que las de “El ser y el tiempo”, de Heidegger. Digo
esto porque hace muchos años, cuando los niños todavía jugaban a las
canicas, un cierto amigo mío, golfista él, me contó el diálogo que oyó
entre su hijo más pequeño y un compañerito de su escuela. El niño le
contó que su papá jugaba golf.
-¿Qué es golf? -preguntó el amiguito.
Respondió el chiquillo:
-Es el modo que tienen los grandes de jugar a las canicas.
La
verdad es que los grandes —se dice únicamente por la edad— nunca
dejamos de jugar.
Quienes practican el deporte de la charrería en verdad
están jugando al caballito, sólo que en vez de hacerlo con un palo de
escoba, como cuando eran niños, lo hacen con finísimos ejemplares que
les cuestan un ojo de la cara. O un huevo y la mitad del otro, para
decirlo en modo más mexicano, se han hecho cálculos que demuestran en
forma impepinable que mantener a uno de esos caballos cuesta más que
mantener como querida a una modelo de Vogue en Nueva York.
Lo
mismo pasa con los motociclistas. Cuando niños se aficionaron a las
bicis, y ya no las soltaron. También su hobbie es caro. Una de las motos
que vi costaba —comentó alguien— más de un millón de pesos. Claro, con
el tipo que llevaba en el asiento el valor de la motocicleta se reducía
considerablemente, pero de cualquier modo seguía costando mucho.
La
gente de clase media como yo relaciona siempre motociclistas con
desmadre.
Pensamos en los “Hell angels” de las películas de Peter Fonda o
Dennis Hopper. Lo cierto es que la gente de moto puede ser muy
civilizada. Ves a un motociclista con cola de caballo y resulta que es
el presidente de una gran empresa con la cual gana millones de dólares
al año. El gorilón que apenas cabe en el asiento es dueño de una cadena
de supermercados.
El de la pelambrera cana es un siquiatra famosísimo.
El de cabeza rapada es eminente neurocirujano. Motos vemos, personas no
sabemos…
Y es que sólo quienes han tenido éxito en la vida —éxito
material, quiero decir— pueden darse el lujo de tener estas motos que
cuestan lo que cinco Tsurus. Allá cada quien con su afición. A mí, por
ejemplo, me gustan el ajedrez y la ópera. Cualquier persona razonable
dirá—y con razón— que esas dos aficiones son locura. Por eso no critico
las aficiones de los demás. Quienes juegan a los caballos o a las motos
en verdad están lanzando un grito de angustia ante la muerte. Lo mismo,
en una u otra forma, hacemos todos. No queremos envejecer, y entonces
nos subimos a una motocicleta o a un caballo. Nos sobrecoge el paso de
los años, y su peso; nos asusta la vejez, y más lo que le sigue. Por eso
jugamos a ser niños, para aferrarnos a la vida. Filosofía barata es
ésta, ciertamente.
También a ser filósofos jugamos.
Yo mismo soy un un niño que ahora está jugando a escribir.
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