jueves, 31 de enero de 2013

Compensación por daños

De politica y cosas peores

El tema era el sexo. Llegó la etapa final del concurso televisivo. En la última pregunta el concursante podía llevar un asesor, e invitó como experto a un famoso tenorio conocido por sus hazañas de lubricidad. El conductor del programa hizo la pregunta definitiva: “Si va usted a pasar una noche de amor con una hermosa mujer, ¿en qué tres partes del cuerpo la besaría primero?”. Respondió el participante: “Primero en los labios, por supuesto... Luego en el cuello…”. Se detuvo con vacilación. Le indica el maestro de ceremonias: “Sus dos primeras respuestas han sido correctas. Ahora, por los 64 mil pesos, díganos: ¿cuál sería la tercera parte que le besaría usted a esa mujer?”. El concursante, dudoso, se volvió hacia su asesor. “A mí no me preguntes, chico —le dice éste lleno de confusión—. Yo equivoqué las dos primeras respuestas”…

Don Martiriano, el abnegado marido de doña Jodoncia, fue con el médico de la familia. “Doctor —le dijo—, mi esposa tiene una tremenda laringitis que le impide absolutamente hablar. ¿Puede darle algo que la cure, digamos, en unos dos meses?”…

La monjita joven le preguntó a Sor Bette, la abadesa del convento: “Reverenda madre: ¿cree usted que alguna vez Su Santidad permitirá que las monjas nos casemos?”. Respondió Sor Bette sin dudar: “Estoy segura de que algún día ella lo permitirá”…

El paciente le reclamó, enojado, al otorrinolaringólogo: “Doctor: me está cobrando usted mil pesos, y lo único que hizo fue aplicarme en la garganta unas pinceladas de violeta de genciana”. “¿Y qué quería que le pintara?” —contesta el otorrino—. ¿Una réplica de la Capilla Sixtina?”…

Consejo para un empleado de oficina: “No menosprecies tus capacidades. Eso déjaselo a tu jefe”…

Hoy la tierra y los cielos me sonríen. Hoy llega al fondo de mi alma el sol. Me invade ese inefable sentimiento, fugitivo y frágil, al que se da el nombre de felicidad. Tan dichoso me siento que hasta sería capaz de realizar alguna buena acción, y de perdonar incluso a mi mayor amigo. Sé bien que la felicidad no es algo que se experimenta hoy, sino algo que se recordará mañana. Pero tengo la fortuna de no ser filósofo, pues la filosofía hace imposible la felicidad, y entonces hoy me siento absurdamente, irracionalmente, insensatamente, inexplicablemente feliz.

Nada me duele, ni en el cuerpo ni en el alma; estoy poseso de cumplido amor, y la señora vida me envuelve en sus cálidos brazos de mujer. Súbitamente, sin embargo, surge en mí una pregunta que me arrebata el contento y hace que la felicidad huya de mí. La pregunta es ésta: ¿se acogerá Florence Cassez a los beneficios de la recién aprobada Ley de Víctimas (también llamada Ley Sicilia-Peña Nieto), y exigirá al Gobierno y al pueblo de México una compensación económica por los daños que sufrió en su injusto e ilegal encarcelamiento? Es pregunta…

Don Languidio, señor de edad madura, casó con Pomponona, mujer en flor de edad y rica en atributos fiosiocráticos. Un día la frondosa fémina le dijo a su senescente cónyuge: “Subamos al segundo piso y hagamos el amor”. Respondió con feble voz el cuculmeque esposo: “Escoge una de las dos cosas, linda. No puedo hacer las dos”. ¡Ah, don Languidio, infeliz escolimado! ¡Si bebieras aunque fuese un centilitro de las miríficas aguas de Saltillo no sólo podrías subir con paso firme al piso segundo de tu casa, sino serías capaz también  de ascender con andadura vigorosa por la escalera de peldaños los 300 metros con 66 centímetros que mide de alto la famosa Torre Eiffel (sin contar la antena). Luego de bajar —igualmente a pie— aún te quedarían fuerzas para llevar a Pomponona al Hotel Trocadero, que está cerca, y hacer en ella tan magnífica obra de varón que la dejarías exhausta y agotada sobre el lecho, con una vaga sonrisa entre los labios, perdida la mirada y fumando un cigarrillo turco en su boquilla de carey. Proeza parecida consumó don Feblicio, señor que cuenta tus mismos almanaques: casó también con mujer joven, y la noche de bodas, tras beber aquella linfa taumaturga —las miríficas aguas de Saltillo—, colocó sobre el tálamo nupcial uno de esos artilugios con que se lleva el registro de los tantos en el juego de carambolas, y todos los anotó, con lo cual dejó a su desposada ahíta de pasión. Y eso que don Feblicio mide sólo 1 metro 42 centímetros de alto (sin contar la antena)…

FIN.

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