miércoles, 16 de enero de 2013

Historia de soledad (II)

Presente lo tengo Yo
 
Humanidad, hasta dónde nos vas a llevar
 
Cuando alguien percibía un tufo ingrato arriscaba la nariz y comentaba:
 
-Huele a don Manolito.
 
Decían los chiquillos:
 
-Fulano pisó una de don Manolito.
 
Y es que don Manolito, ya lo dije, se ganaba la vida recogiendo las cacas que los perros dejaban en las calles. Las vendía a una curtiduría cuyos dueños utilizaban esas deyecciones, por no sé qué ciertos ácidos contenidos en la sustancia excrementicia de los canes, para el curtido de las pieles.
 
Un día don Manolito conoció a una muchacha, y cayó en amores. La cortejó de lejos —de cerca no podía— y una tarde de domingo le declaró su amor en la Alameda, para lo cual usó términos comedidos y corteses.
 
La muchacha se sorprendió bastante al escuchar aquella declaración de un señor tan bien vestido como don Manolito, pues ella era de condición humilde, y aún con sus trapitos domingueros no se podía comparar con aquel señor que usaba botines de charol, polainas, bastón de junco y bombín. Le dio una cita para el domingo próximo, pero no asistió a ella porque durante la semana sus amigas le hicieron mucha burla a causa de su pretendiente. Olía a caca de perro, le dijeron. Ella también iba a oler igual, lo mismo que sus hijos.
 
Así, la muchacha dejó plantado a don Manolito. No acudió a la cita. La buscó él, esperanzado, pero la chica lo desengañó: no podía ser su novia, le dijo, ni aunque le ofreciera matrimonio, porque tenía un oficio bajo. Lo habría aceptado albañil, repartidor de botica o cantinero, pero no recogedor de cacas.
 
Movido por esa consideración don Manolito renunció a su oficio y se hizo sacristán. Lo recibió en Catedral el señor cura García Siller, que era de bondadosa condición y quiso ayudarlo. Ya no olió a caca de perro don Manolito. La verdad es que jamás había olido a eso, pues era limpio; se bañaba a diario, cosa que en aquel tiempo nadie más acostumbraba. Pero ahora sí olía: a incienso; a las flores con las cuales adornaba el altar; a la cera de las candelas que ardían ante las hornacinas de los santos.
 
La buena sociedad se enojó con don Manolito. ¿Quién iba ahora a recoger las cacas de los perros?
 
Los empleados del Municipio dijeron que ellos no. Al parecer las cacas de perro no estaban en su contrato de trabajo.
 
Siempre habían sido monopolio de don Manolito. Nadie más las debía recoger. Las calles se llenaron pronto con los depósitos hechos por los perros callejeros. Las damas y los caballeros no podían caminar sin pisar una caca. A causa de la situación todos empezaron a cortejar a Manolito.
 
-¿Cuándo vuelve a su empleo, don Manolo? -le preguntaban con mucho interés al terminar la misa.
 
Gente que nunca se le acercaba, y que se cruzaba de acera al verlo venir, se dirigía a él con acento de súplica:
 
-Ya vuelva a su trabajo, Manolito, por favor.
 
Halagado por esa preocupación social don Manolito dio las gracias al señor cura, y volvió a su antiguo trabajo. Otra vez se le vio por las calles de Saltillo con su recogedor de cacas y con la bolsa de lona en que las iba echando. Y otra vez la gente volvió a pasarse a la otra acera cuando lo veía venir. Y otra vez el infeliz fue despreciado.
 
¡Ingrata humanidad!
 
Jamás se casó don Manolito. Cuando murió, sólo unos cuantos fueron a su entierro, vecinos suyos de la colonia González. En el velorio decían todos en voz baja:
 
-¿No se te hace que huele?

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