De politica y cosas peores
Libidiano, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, cortejó a
una señora en el coche comedor del tren. Ella le advirtió: “Soy casada”.
“Yo también” –respondió el labioso seductor. Tres martinis fueron
suficientes para que la respetable dama olvidara su estado civil y
acompañara a Libidiano a su cabina. En ella estaban, entregados a los
prolegómenos de la refocilación, cuando acertó a entrar el inspector que
recogía los boletos. Se azaró al ver a la pareja en aquella urente
situación. “Está bien —lo tranquilizó Libidiano—.
Somos casados”… Declaró don Algón lleno de suficiencia: “Me gusta ser amable con mis inferiores”. Le preguntó su esposa: “¿Y dónde los encuentras?”…
Somos casados”… Declaró don Algón lleno de suficiencia: “Me gusta ser amable con mis inferiores”. Le preguntó su esposa: “¿Y dónde los encuentras?”…
La mamá de la novia les hizo un regalo a los recién casados: un juego de
toallas marcadas “Ella” y “Eso”…
Decía un señor: “Mi esposa y yo
discutimos todos los días por cuestiones de religión. Ella adora el
dinero, y yo no se lo puedo dar”…
Le informó el detective a doña Otelia:
“Seguí a su esposo ayer. Fue a un bar, y luego a un motel de paso”.
“¡Me lo sospechaba! —bufó ella—. ¿Y por qué andaba el canalla en esos
lugares?”. Responde el investigador privado: “La estaba siguiendo a
usted”…
El experto en equipos de sonido se hizo de una nueva amiguita.
Le advirtió ella: “De una vez te lo digo: no me gusta la alta fidelidad;
practico más bien la alta frecuencia”…
Angustiado, Babalucas llamó por
teléfono al hospital: “¡Manden una ambulancia! ¡Mi esposa está a punto
de dar a luz!”. Quiso saber la persona encargada: “¿Es su primer hijo?”.
“¡No! —se desespera Babalucas—. ¡Soy su esposo!”…
El galán le preguntó a
la chica en el lobby bar del hotel: “¿Cuál es tu pasatiempo favorito?”.
Respondió ella con una sonrisa: “Follar”. Aclaró él: “No me
refiero a tu profesión”…
Lo primero: no me gusta el nombre. Dirán
algunos que ese disgusto es prurito de necedad, meras ganas de joder;
pero llamar “cruzada” a un programa de gobierno, aparte de lo
grandilocuente del vocablo, hace que quien escuche el nombre evoque, aun
en modo subliminal, conceptos que nada tienen que ver con lo civil. La
palabra “cruzada”, obvio es decirlo, proviene de la palabra “cruz”. Da
idea entonces de apostolado; de poderosos que acuden en auxilio de los
débiles. Paternalismo otra vez; otra vez dádiva. Reconozco que en
situaciones de emergencia, de extrema necesidad, esa ayuda, llámese o no
cruzada, es indispensable. Hay veces en que se debe dar el pez porque
no hay tiempo para enseñar a pescarlo. Ciertamente en muchas partes del
país millones de mexicanos viven ahora en esa condición, y requieren
apoyo inmediato a través de programas como Oportunidades y otros.
Pero
la anunciada Cruzada Nacional contra el Hambre y la Pobreza parece ser
más de lo mismo; repetición de acciones que desde hace muchos años se
han llevado a cabo con diversos nombres, quizá menos sonoros que el de
“cruzada”, pero con iguales contenidos y con absoluta ineficacia a fin
de cuentas. El mejor medio de combatir la pobreza y su obligada
derivación, el hambre, es el trabajo. Industrializar el sur y las demás
regiones agobiadas por la necesidad sería el medio más apto para quitar
de ellas el atraso en que sus habitantes viven. Para eso, sin embargo,
es forzoso romper con algunos usos y costumbres que los demagogos
quieren a toda costa preservar, aunque esas costumbres y esos usos
propicien el alcoholismo, el ocio, el maltrato a las mujeres, el
caciquismo autoritario y otros vicios y lacras que resultan de la
marginación y el aislamiento. Liberar los recursos humanos y aprovechar
en forma racional los naturales; abrirse a la modernidad; permitir que a
esas regiones llegue la inversión nacional y extranjera; todo eso
traería consigo la creación de fuentes de empleo, y eso a su vez
liberaría a la población de sus ancestrales ataduras, y contribuiría a
eliminar las desigualdades entre el México moderno, que mira hacia el
futuro, y ese otro México propiedad de unos cuantos que mantienen a
muchos mexicanos fuera de la corriente de la historia, apartados de los
tiempos nuevos y de la realidad. Pero suspendo aquí mi comentario porque
advierto que estoy muy encaboronado.
Mírenme: el rostro se me
ha puesto color rojo; tengo la frente perlada de sudor; me laten las
sienes, y el pulso se me ha acelerado. Voy a tomarme la presión, y luego
iré a recostarme en una otomana que tengo. Se llama Daixa, y es
originaria de Estambul. Con su permiso…
FIN.
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