martes, 15 de enero de 2013

Don Manolito. Una historia triste, como la soledad.

Presente lo tengo Yo.

He contado la historia de don Manolito. Se dedicaba a juntar cacas de perro. No me disculpo por decir tal cosa: ése era su trabajo. Iba por las calles de Saltillo con una escoba y un recogedor de hojalata que tenía una tapa, la cual se abría y cerraba por medio de un cordón. En ese recipiente recogía don Manolito los excrementos de los canes callejeros. Cuando lo llenaba echaba el contenido en un costalito que llevaba al hombro, bien cerrado para que no despidiera tufos que molestaran a los transeúntes.

Don Manolito tenía la concesión municipal de las cacas de perro. Ningún otro ciudadano aparte de él podía recogerlas. Se disgustaba mucho cuando un barrendero del Municipio realizaba lo que era de su exclusiva competencia. Y es que para los demás las cacas de perro eran suciedad; para don Manolito eran dinero.

En efecto, las llevaba a una tenería donde le pagaban por ellas buenos centavitos. Yo no sé para qué servirían las deyecciones de los perros. Al parecer, me han dicho, contienen ciertos ácidos o no sé qué sustancias útiles para la curtiduría de las pieles. El establecimiento que cité estaba por la calle del Presidente Cárdenas. Ahí hacía sus entregos don Manolito, todos los días, ya al pardear la tarde, y ahí le pagaban el precio de su mercadería.

Don Manolito iba siempre muy bien vestido, quizá para disimular lo ingrato de su oficio. Un albañil puede vestirse de albañil, pero ¿de qué se viste un recogedor de cacas? No hay uniforme propio para el giro. Entonces don Manolito se vestía de señor. Quiero decir que usaba terno —es decir, traje con chaleco—, botines, polainas, alba camisa con cuello de pajarita, corbata de moño y bombín negro. A ese atuendo añadía los domingos un bastón de junco, adminículo que el resto de la semana no podía usar, por tener las manos ocupadas con la escoba y el recogedor.

¿Olía mal don Manolito? No, qué va. Se bañaba con un jabón de azahar que compraba en el Mercado Juárez, de marca “Venamí”, y luego se rociaba generosamente con una cierta agua de rosas, preparación secreta de una vecina suya que le vendía el líquido aromático a precio exorbitante. Tan bien olía don Manolito que ni siquiera las gatitas que iban a hacer las compras mañaneras olían como él. Y sin embargo la gente juraba y perjuraba que don Manolito olía a caca de perro, y cuando lo miraban venir decían: “¡Fúchila!”, y se pasaban a la otra acera. ¡Pobrecito!
Años atrás quiso buscar esposa. Ganaba bien con su negocio —no tenía, según ya dije arriba, competencia—, y era dueño de una casa de muy buen ver en la Colonia González, donde vivían los protestantes. Pero ni los hermanos, con todo y ser hermanos, se le querían acercar. Eso hacía sufrir mucho a don Manolito. Pero más lo apesadumbraban el acoso y las burlas de la chiquillería. A él le gustaban mucho los niños, los quería bien, pero no había chamaco que no gritara al verlo:

-¡A’i va la caca!

O que dejara de decir, con voz de perro parlante:

-¡Guau! ¡Guau! ¡Ptrrr!... Ya hice, don Manolito. Venga usted por lo suyo.

Una vez don Manolito conoció a una muchacha... Pero no dejemos que los gritos y burlas de los niños estorben nuestra historia. Mañana la continuaré.

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