De politica y cosas peores
Pregúntate si eres feliz y dejarás de serlo. Esa mañana Himenia
Camafría, madura señorita soltera, se preguntó si era feliz, y a pesar
de aquella frase pesimista la respuesta fue que sí. El día era radiante;
cumplía el Sol su deber de iluminar al mundo, y en el cielo las nubes
parecían crisantemos blancos en un gran búcaro azul. Además la señorita
Himenia había dormido bien, sin ese sueño malo que la perturbaba a
veces, donde se veía sin ropa en medio de una ingente multitud que se
burlaba de ella por su desnudez. En la calle sonaba algarabía de niños;
soplaba un airecillo tibio que apenas movía las ramas del limonero en el
jardín, y en el radio se oía “Collar de perlas”, con la banda de Glenn
Miller, pieza que le traía a la señorita Himenia memorias gratas de la
juventud. ¿Podía imaginarse algo mejor? En eso el teléfono sonó. Quien
llamaba era don Almancio, su caballeroso amigo, quien le anunciaba que
esa tarde iría a visitarla para tomar café. Se alegró mucho la señorita
Camafría, pues a pesar de su edad —solía fijarla, como Jack Benny, en 39
años, pero lo cierto es que había pasado ya la cincuentena— abrigaba
todavía la esperanza de tomar estado. A las 5 de la tarde llegó el señor
Almancio. Iba vestido para la ocasión: llevaba traje de casimir
príncipe de Gales; botines de charol; reloj con leontina, bastoncillo de
junco y sombrero de los llamados derby. “Pase usted, querido amigo —le
dijo la señorita Himenia—. ¿Qué milagro lo trajo hasta mi puerta?”.
“Vine en taxi” —respondió el querido amigo, que al parecer no escuchó
bien la pregunta. La anfitriona lo condujo a la sala. “¿Quiere tomar
asiento?” —le preguntó. “De momento nada —contestó don Almancio, que
tampoco esta vez pareció haber oído bien—. Más tarde, cuando el
crepúsculo encienda el horizonte con sus oriflamas, le aceptaré un
cafecito”. “¿Cómo le ha ido?” —inició Himenia la conversación. “Mucho,
en efecto —replicó el añoso caballero—. No recuerdo haber visto llover
tanto en esta época del año”. En vista del evidente problema de
comunicación la dueña de la casa ya no preguntó más. Se aplicó a
abanicarse con movimientos que había aprendido de Greta Garbo en la
película “Camille”. Don Almancio, por su parte, se puso a ver con gran
dedicación el techo y las paredes. Al advertir la señorita Himenia que
aquel incómodo silencio se alargaba le preguntó a su invitado: “Antes
del cafecito, amigo mío, ¿le gustaría tomar una copita de vermú?”. Eso
sí lo oyó bien el señor. Las buenas maneras, sin embargo, lo hicieron
contestar: “Gracias, querida amiga. Ha de saber usted que procuro
apartarme del licor, pues cuando bebo un par de copas soy acometido por
igníferas tentaciones de la carne que en ocasiones no puedo sofrenar, y
que me llevan a lanzarme con intenciones lúbricas sobre la mujer que
tenga más cercana”. La señorita Himenia respondió tranquila: “Conocía ya
esa simpática debilidad suya, amigo mío, y me previne para el caso.
Sobre la mesa del comedor hallará usted una botella de tequila, una de
mezcal, una de ron, una de whiskey, una de ginebra, una de vodka, una de
brandy, una de aguardiente, una de manzanilla, una de oporto, una de
jerez, una de anís, una de orujo, una de ajenjo, una de champaña, una de
sake, una de kummel, una de kirsch, una de baijiu,una de xtabentún, una
de metaxa, una de soju, una de grappa, una de ouzo, una de bacanora,
una de sotol, una de chínguere, una de marranilla y una de coñac.
También tengo preparada una barrica de pulque, y 10 six packs de cerveza
en el refrigerador. Escoja usted, y sírvase con la mayor confianza. Le
puse un vaso grande. Y no se mida, amigo mío, que aquí no hay
miramientos”. ¿Tendré qué decir lo que hizo don Almancio? Aquella
“simpática debilidad” a que aludió la señorita Himenia se le adivinaba
al visitante en la forma y color de su nariz, roja y bulbosa como la de
W.C. Fields. Se echó el señor entre pecho y espalda dos o tres —o
cuatro, o cinco, o seis— vasos de whiskey, su bebida predilecta. La
señorita Himenia se tendió en actitud voluptuosa de Cleopatra en la
chaise longue de la sala, a esperar que las repetidas libaciones le
quitaran a su caballeroso amigo la caballerosidad, que tan estorbosa
suele ser en ciertas ocasiones. (Ni damas ni caballeros hay en el lecho
del amor cuando éste se hace bien). No digo lo demás que sucedió. Repito
los versos el poeta: la luz del entendimiento me hace ser muy comedido.
Sólo diré que esa noche, terminados los acontecimientos, Himenia
Camafría, madura señorita soltera, se preguntó, ya a solas en su alcoba,
si era feliz. Una jocunda voz respondió por ella: “¡Sí!”. Y digo yo en
su nombre: “¡Praise the Lord!”…
FIN.
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