De politica y cosas peores
Doña Macalota regresó de un viaje antes de lo esperado, y al entrar en
su recámara halló a su esposo, don Chinguetas, muy amartelado en el
lecho conyugal con una damisela. Le dijo en paroxismo de ira: “¡Bribón!
¡Canalla! ¡Miserable! ¡Estólido! ¡Follón!”. “Contrólate, mujer —le
respondió Chinguetas—. Yo no me enojo cuando tú lees en la cama hasta
altas horas de la noche”…
La robusta paciente le dijo a su doctor:
“Siento que estoy muy gorda”. “De ninguna manera, señora —respondió el
facultativo—. A ver, abra la boca y diga ‘Oink’”…
“Soy argentino —se
dirigió el hombre al conferencista—, y en mi humilde opinión…”. El
conferenciante lo interrumpió: “Perdone: ¿dijo usted que es
argentino?”…
Después de meses y meses de buscarlo, el valiente
explorador Henry Morton Stanley encontró por fin al médico y misionero
David Livingstone, quien llevaba ya seis años perdido en lo más profundo
del continente negro. (Nota de la redacción: África). No había otro
hombre blanco en miles de millas a su alrededor, pero la turbación hizo
que Stanley dijera al ver al famoso personaje: “El doctor Livingstone,
supongo”. Los registros oficiales afirman que el misionero contestó:
“Sí. Y agradezco estar aquí para darle la bienvenida”. La verdad es
otra. Cuando Stanley le dijo aquello de: “El doctor Livingstone,
supongo”, el médico, fiel a los usos de su profesión, respondió: “Sí.
¿Tiene usted cita?”…
El gallo hizo su triunfal paseo entre las gallinas
del corral, o más bien sobre cada una de ellas. (¡Ay quién tuviera la
dicha del gallo, que nomás se le antoja y se monta a caballo!). Al
terminar el recorrido, su hijo, el gallito joven le dijo algo a su
padre. Y respondió enojado el gallo: “Nada de déjame ahora a mí. Primero
tienes que aprender a despertar a la gente”…
No dudo que el afán de
cambiar las cosas lleve a cometer muchos errores, pero tengo la
certidumbre de que el hecho de no cambiar lo que debe ser cambiado
conduce al inmovilismo, al atraso, y a otras consecuencias aún más
peligrosas. Tampoco quiero sonar como Wagner: altísono, hiperbólico y
magnílocuo.
Estoy tentado, sin embargo, de decir que en su
discurso de inauguración Barack Obama se oyó como un pequeño Lincoln
—toda proporción guardada— cuando asumió la defensa de dos minorías que
en Estados Unidos sufren injusticia: los inmigrantes y los homosexuales.
Fue valeroso el pronunciamiento del Presidente norteamericano, cuya
toma de posesión pareció anunciar un nuevo Camelot en el país del norte.
Por encima de conveniencias políticas, desafiando las iras de los
conservadores, Obama tomó partido a favor de esos dos grupos tan
vulnerables y tan vulnerados. Si sus pronunciamientos se traducen en
acciones concretas que los beneficien, el segundo período del
carismático mandatario rendirá frutos de humanidad que hasta ahora los
estadounidenses no ha sido capaces de alcanzar; frutos como los que
consiguieron, después de mucho tiempo y mucho esfuerzo, en el caso de
los afroamericanos. Yo, que profeso la sana religión del optimismo,
pienso que las cosas van cambiando para bien, y advertí en la ceremonia
de asunción de Obama señales que indican tiempos mejores para aquellas
minorías que aún sufren hostilidad y discriminación. (Nota: Advierto
también tiempos mejores en nuestro país. Los pronósticos del tiempo
anuncian una ligera elevación de la temperatura)…
El marido llegó a su
casa poseído por urentes ansias lúbricas. Sufrió una decepción al darse
cuenta de que su esposa aún no regresaba del trabajo, pero se dispuso a
esperarla, a cuyo efecto se dio un duchazo y vistió luego una bata de
seda negra a la que atribuía virtudes de sensualidad. Seguidamente se
sirvió una copa, puso en el estéreo la canción “I’m in the mood for
love”, en la interpretación de Frank Sinatra, y se sentó en un sillón de
la sala a aguardar la llegada de su mujer. No tuvo que esperar mucho.
Apenas
el gran artista iba en la parte de la canción que dice: “Heaven is in
your eyes, bright as the stars we’re under…”, cuando se abrió la puerta y
entró la señora. Ni siquiera le dio tiempo el marido de dejar la bolsa;
la tomó en sus brazos, la besó apasionadamente, y con arrebatados
movimientos empezó a quitarle la ropa. “¡Ay, Vehementino! —le dijo la
señora en son de queja al tiempo que se deshacía del abrazo—. ¡Cuando
llego a mi casa lo único que quiero es olvidarme de hacer lo mismo que
hago en la oficina!”…
FIN.
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