miércoles, 23 de enero de 2013

Señales de tiempos mejores

De politica y cosas peores

Doña Macalota regresó de un viaje antes de lo esperado, y al entrar en su recámara halló a su esposo, don Chinguetas, muy amartelado en el lecho conyugal con una damisela. Le dijo en paroxismo de ira: “¡Bribón! ¡Canalla! ¡Miserable! ¡Estólido! ¡Follón!”. “Contrólate, mujer —le respondió Chinguetas—. Yo no me enojo cuando tú lees en la cama hasta altas horas de la noche”…

La robusta paciente le dijo a su doctor: “Siento que estoy muy gorda”. “De ninguna manera, señora —respondió el facultativo—. A ver, abra la boca y diga ‘Oink’”…

“Soy argentino —se dirigió el hombre al conferencista—, y en mi humilde opinión…”. El conferenciante lo interrumpió: “Perdone: ¿dijo usted que es argentino?”…

Después de meses y meses de buscarlo, el valiente explorador Henry Morton Stanley encontró por fin al médico y misionero David Livingstone, quien llevaba ya seis años perdido en lo más profundo del continente negro. (Nota de la redacción: África). No había otro hombre blanco en miles de millas a su alrededor, pero la turbación hizo que Stanley dijera al ver al famoso personaje: “El doctor Livingstone, supongo”. Los registros oficiales afirman que el misionero contestó: “Sí. Y agradezco estar aquí para darle la bienvenida”. La verdad es otra. Cuando Stanley le dijo aquello de: “El doctor Livingstone, supongo”, el médico, fiel a los usos de su profesión, respondió: “Sí. ¿Tiene usted cita?”…

El gallo hizo su triunfal paseo entre las gallinas del corral, o más bien sobre cada una de ellas. (¡Ay quién tuviera la dicha del gallo, que nomás se le antoja y se monta a caballo!). Al terminar el recorrido, su hijo, el gallito joven le dijo algo a su padre. Y respondió enojado el gallo: “Nada de déjame ahora a mí. Primero tienes que aprender a despertar a la gente”…

No dudo que el afán de cambiar las cosas lleve a cometer muchos errores, pero tengo la certidumbre de que el hecho de no cambiar lo que debe ser cambiado conduce al inmovilismo, al atraso, y a otras consecuencias aún más peligrosas. Tampoco quiero sonar como Wagner: altísono, hiperbólico y magnílocuo.

Estoy tentado, sin embargo, de decir que en su discurso de inauguración Barack Obama se oyó como un pequeño Lincoln —toda proporción guardada— cuando asumió la defensa de dos minorías que en Estados Unidos sufren injusticia: los inmigrantes y los homosexuales. Fue valeroso el pronunciamiento del Presidente norteamericano, cuya toma de posesión pareció anunciar un nuevo Camelot en el país del norte. Por encima de conveniencias políticas, desafiando las iras de los conservadores, Obama tomó partido a favor de esos dos grupos tan vulnerables y tan vulnerados. Si sus pronunciamientos se traducen en acciones concretas que los beneficien, el segundo período del carismático mandatario rendirá frutos de humanidad que hasta ahora los estadounidenses no ha sido capaces de alcanzar; frutos como los que consiguieron, después de mucho tiempo y mucho esfuerzo, en el caso de los afroamericanos. Yo, que profeso la sana religión del optimismo, pienso que las cosas van cambiando para bien, y advertí en la ceremonia de asunción de Obama señales que indican tiempos mejores para aquellas minorías que aún sufren hostilidad y discriminación. (Nota: Advierto también tiempos mejores en nuestro país. Los pronósticos del tiempo anuncian una ligera elevación de la temperatura)…

El marido llegó a su casa poseído por urentes ansias lúbricas. Sufrió una decepción al darse cuenta de que su esposa aún no regresaba del trabajo, pero se dispuso a esperarla, a cuyo efecto se dio un duchazo y vistió luego una bata de seda negra a la que atribuía virtudes de sensualidad. Seguidamente se sirvió una copa, puso en el estéreo la canción “I’m in the mood for love”, en la interpretación de Frank Sinatra, y se sentó en un sillón de la sala a aguardar la llegada de su mujer. No tuvo que esperar mucho.

Apenas el gran artista iba en la parte de la canción que dice: “Heaven is in your eyes, bright as the stars we’re under…”, cuando se abrió la puerta y entró la señora. Ni siquiera le dio tiempo el marido de dejar la bolsa; la tomó en sus brazos, la besó apasionadamente, y con arrebatados movimientos empezó a quitarle la ropa. “¡Ay, Vehementino! —le dijo la señora en son de queja al tiempo que se deshacía del abrazo—. ¡Cuando llego a mi casa lo único que quiero es olvidarme de hacer lo mismo que hago en la oficina!”…

FIN.

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