viernes, 18 de enero de 2013

Declaraciones de bienes

De politica y cosas peores
 
Silly Kohn, vedette de moda, suele hacer una curiosa distinción entre un telón de teatro y el atributo varonil. Dice: “El telón nunca se baja sino hasta que el acto termina”. (No le entendí)…
 
Himenia Camafría, madura señorita soltera, llamó a por teléfono a la estación de bomberos. “Vivo en un tercer piso—dijo—, y un individuo está tratando de trepar por la pared para entrar por mi ventana”. Le indica el que contestó: “Se equivocó usted de número. Aquí es la estación de bomberos, no la de policía”. Replica la señorita Himenia: “¿Qué no son ustedes los que tienen esas escaleras largas?”…
 
Se casó el hijo de don Frustracio, el esposo de doña Frigidia. Unas semanas después el señor le preguntó al muchacho cómo le estaba yendo en el renglón de la intimidad matrimonial. “No muy bien —respondió con mohína el recién matrimoniado—. A ella no le gusta el sexo; parece monja”. “Ni me digas nada, hijo —suspiró don Frustracio—. Yo estoy casado con la Madre Superiora”…
 
He aquí una pregunta: ¿Cómo se puede dejar caer un huevo sobre un piso de concreto sin romperlo? Y he aquí la respuesta: En cualquier forma. Es imposible que un huevo pueda romper un piso de concreto. En relación con eso evoco los caballos de lechero de mi lejana infancia, tan cercana. A fuerza de recorrer cada día la misma ruta aquellos mansos y cansinos jamelgos se la aprendían de memoria, y la seguían sin que su dueño tuviera que guiarlos. Ya podía el cochero dormirse en su pescante. El caballo seguía a paso lento; llegaba a donde debía llegar y se detenía donde debía detenerse. Así es la mente humana, pienso yo: como caballo de lechero. La rutina hace que siga siempre el camino conocido; muy raras veces buscará un atajo o ruta alternativa. Por eso ante la pregunta: ¿cómo se puede dejar caer un huevo sobre un piso de concreto sin romperlo?, pensamos en el huevo, no en el piso. Y es que esa pregunta contiene una pequeña trampa anfibológica por la cual se le puede interpretar en dos sentidos. Igual sucede con la famosa declaración de bienes que hacen los funcionarios públicos. La verdad monda y lironda es que la tal declaración no sirve para nada. Es agua de borrajas, pura anfibología, ambigüedad. Cada caduno —así dice la gente del Potrero— puede tener muchos bienes y no figurar como dueño de ninguno en los registros públicos. Basta inscribir esas propiedades a nombre del cónyuge, los hijos, algún pariente o amigo de confianza, o una persona moral, cualquiera de las muchas sociedades que para tal efecto pueden ser de utilidad. Merced a esa simulación un opulento Creso puede pasar como pobre de solemnidad. No hagamos mucho caso, pues, de esas declaraciones de bienes. Mejor: no hagamos ningún caso de ellas. No todo lo que reluce es oro, ciertamente, pero el oro muchas veces no reluce. (¡Caón, qué finalazo!)…
 
En la cama el granjero puso la mano en el opimo busto de su esposa y le dijo: “¿Sabes qué? Si éstas dieran leche podríamos prescindir de las vacas”. La mujer puso la mano en otra parte de su burlón marido. “¿Y sabes qué? —le dijo—. Si esto funcionara podríamos prescindir de los vaqueros”…
 
Un individuo llegó corriendo a la farmacia y le reclamó al encargado: “¡Mi suegra acaba de morir! ¡Vino a surtir su receta, y en vez de darle usted quinina le dio estricnina!”. “Ah, —dice con toda calma el farmacéutico—. Entonces son 500 pesos más”…
 
Babalucas se inscribió en un taller de literatura. Le contó a su amigo: “Estamos leyendo una obra de Shakespeare”. “¿Cuál?” –preguntó el amigo. Respondió el badulaque: “William”…
 
Le dijo un individuo al siquiatra: “En mis sueños veo a cinco hermosas mujeres: una de pelo negro, una rubia, una pelirroja, un trigueña y la última pelona, pero no importa porque también está muy buena. Las cinco vienen hacia mí ofreciéndome lascivamente sus desnudos cuerpos. Yo las rechazo con las manos, pero ellas siguen viniendo cada noche. ¡Ayúdeme, doctor!”. Inquiere, desconcertado, el facultativo: “¿Cómo puedo ayudarlo?”. Responde con desesperación el tipo: “¡Haga que en mis sueños tenga yo las manos amarradas!”…
 
Don Inepcio estaba tomando lecciones de golf, y llegó muy molesto a su casa. “¿Por qué vienes así?” –le preguntó su esposa. Contesta el hombre: “Les pegué a dos bolas”. “¿Y por qué te enojas? —le dice la señora—. Ayer no le pudiste pegar a ninguna”. “Sí —replica don Inpecio—. Pero a éstas les pegué porque pisé un rastrillo de jardinero”…
 
FIN.

No hay comentarios: