jueves, 24 de enero de 2013

‘¿Qué me ves?’

De politica y cosas peores

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, invitó a una linda chica: “Vamos a mi departamento a jugar a la magia”. Preguntó la muchacha: “¿Cómo se juega eso?”. Contestó el lujurioso galán: “Follamos, y luego te desapareces”…

Uglicia, mujer más fea que un coche por abajo, despertó al oír ruidos en su alcoba. Era un joven ladrón que había entrado. Uglicia sacó del cajón de su buró la pistola Colt que había heredado de su padre, y con ella le apuntó al ratero. “¡Quieto! —le ordenó con firmeza—. Voy a llamar a la policía para que venga a llevárselo”. “¡No me entregue, por favor!—le suplicó el ladrón—. ¡Haré cualquier cosa con tal de que me deje ir!”. “Está bien —accedió Uglicia al tiempo que encendía la luz—. Hazme el amor y podrás irte”. El ladrón vio a Uglicia, y en seguida tomó el teléfono. “Quieta —le dijo a la mujer—. Voy a llamar a la policía para que venga a llevarme”…

El bravucón del barrio chupó Faros, colgó los tenis, pasó a abonar las margaritas, se fue de minero, entregó la zalea al divino curtidor. Todos esos son eufemismos para no decir que se murió. Morir es una costumbre que sabe tener la gente, dijo Borges, pero esa costumbre no quita el temor de mencionar a la muerte por su nombre. En mis lares los diablos de las pastorelas no son llamados “diablos”. Hay el temor supersticioso de que si se pronuncia la palabra los espíritus malignos pueden oírla, y acudirán pensando que se les está llamando.

En vez de decir “los diablos” la gente dice “los nombrados”, para que los demonios no se den por aludidos. Quizá por lo mismo no decimos “la muerte”; para que no venga. Y es que no todos podemos contemplar nuestro final con la misma flema con que lo veía Churchill.

Dijo él: “Estoy preparado para encontrarme con mi Creador. Si mi Creador está preparado para encontrarse conmigo, ése ya es otro cantar”. Advierto, sin embargo, que me he apartado del relato. Vuelvo a él. Murió, dije, el bravucón del barrio. Conforme a su deseo, sus deudos pusieron en la lápida esta frase: “¿Qué me ves?”. Debo decir que muchas veces los mexicanos actuamos ante la ley como jaques bravucones. En relación con ella pensamos lo mismo que en relación con la muerte: es sólo para los demás. (“Todos los hombres son mortales. Sócrates es hombre. Luego Sócrates cree que es inmortal).

Dejamos entonces de observar el derecho; nos sentimos absolutos, es decir absueltos de cumplir las normas. Tal cosa sucede sobre todo con los políticos y los funcionarios públicos.

Hacen caso omiso del orden jurídico; se apartan de él o lo apartan como un molesto estorbo. De ahí derivan berenjenales como esos en que se metió la justicia mexicana por casos como el de Florence Cassez y el de los militares acusados de connivencia con el narcotráfico. Quienes en el sexenio pasado tuvieron a su cargo la procuración de la justicia miraban más hacia Calderón que hacia la legislación. Ahora nuestra justicia, antes tan bravucona y hoy sujeta al escrutinio propio y extraño, debe preguntar lo mismo que el valentón del barrio: “¿Qué me ves?”…

Don Estipticio fue con el doctor. Le dijo que sufría un grave caso de constipación: llevaba ya tres días sin ir al popisrúm. Le preguntó el galeno: “¿Vino usted a pie o en coche?”. “Vine caminando” –respondió el afligido señor. Inquirió el médico: “¿Qué distancia hay de aquí a su casa?”. Contestó don Estíptico: “Son cinco cuadras; 500 metros justos”. El facultativo vertió en un vaso una porción de líquido de un frasco. Luego volvió a preguntar: “¿Cuántos metros hay de la puerta de su casa a la puerta del baño?”. “Seis —contestó sin dudar don Estipticio—. Lo sé porque los he medido en pasos”. El médico echó otro poco de líquido en el vaso. Luego inquirió de nuevo: “¿Y cuál es la distancia de la puerta del baño al inodoro?”. (“Inodoro”. Otro eufemismo). “Un metro y medio” –respondió con la misma seguridad el constipado. El doctor puso otra pequeña porción del líquido en el vaso, y luego hizo que don Estipticio bebiera el contenido. “Ahora —le dijo— vaya usted a su casa. No se detenga para nada, pues he calculado la cantidad de este potente líquido purgante de modo que haga efecto en el momento justo en que llegue usted al inodoro”. Poco después el doctor recibió una llamada telefónica. Era don Estipticio, que le dijo mohíno y con enojo: “Doctor: es usted un excelente médico, pero un pésimo calculista”…

“¡Detente! —le pidió con arrebato la mujer a su pareja en el momento de la carnal unión—. ¡Me estás haciendo pedazos!”. “¡No puedo detenerme! —respondió él con la misma vehemencia—. ¡Cuida sólo que no se rompa la parte que me interesa más!”…

FIN.

No hay comentarios: