martes, 15 de enero de 2013

La estatua y la polémica

De política y cosas peores.
 
“Siempre consigo que mi mujer grite en el acto del amor”. Así le dijo Capronio a un amigo. “¿Cómo le haces? –se interesó el otro. Contesta el ruin sujeto: “Le hablo por el celular y le digo que lo estoy haciendo”…
 
Pepito le comentó a Rosilita: “Ahora sé que Santa Claus realmente existe”. “¿Cómo lo averiguaste?” –preguntó la niña. Responde el tal Pepito: “En Navidad, antes de irnos a dormir, mis papis le dejaron a Santa un vaso de leche y unas galletitas. Yo pensé que Santa ya está grande para eso, y le dejé una cerveza. Al día siguiente vi que se había tomado la mitad. Si mi papa fuera Santa Claus se la habría tomado toda, y luego habría ido a la tienda de la esquina por un six”…
 
Aquella señora hubo de pasar por una oscura calle, y ahí la asaltó un canalla que empezó a saciar en ella sus bestiales instintos de: l-. Lujuria. 2-. Libídine. 3-. Lubricidad. 4-. Lascivia y 5-. Libidinosidad. Al parecer al maldito le gustaba mucho la letra ele. Cuando se sintió atacada la mujer empezó a gritar con desesperación: “¡Estoy siendo robada! ¡Estoy siendo robada!”. “¿Robada? –se burló entre acezos su asaltante-. Querrás decir que estás siendo violada”. “No —replicó ella—. Con eso que tienes estoy siendo robada”…
 
En tiempos de la Segunda Guerra un navío de la armada mexicana encalló en una playa del Pacífico, muy cerca de Ensenada. El capitán responsable fue juzgado por una corte de tres jueces. El primero pidió para él prisión perpetua. El segundo fue más severo: demandó que se le aplicara la pena capital. El tercer juez superó a los otros en crueldad. Exigió para el culpable un castigo tan terrible que mi pluma se resiste a describirlo.

Esa sentencia fue la que finalmente se aplicó. Para cumplir su condena el capitán debía ir todos los días a la playa y sentarse en una silla frente al barco en desgracia. La gente que llegaba y miraba al navío ahí varado preguntaba invariablemente: “¿Quién sería el grandísimo pendejo que hizo encallar ese barco?”. El capitán debía ponerse en pie y contestar: “Fui yo”…
 
De nueva cuenta hay escándalo y revuelo por la estatua de Heydar Aliyev, líder político de Azerbaiyán calificado de asesino y dictador, cuya efigie se puso en el Parque de la Amistad, de la Ciudad de México. Independientemente del juicio que de la Historia merezca ese tirano —¡pobre Historia; debe juzgar a tantos!— no debemos olvidar que este lío se originó porque un grupo de notables del Distrito Federal, señoras y señores que integran una Comisión de Monumentos, o algo así, autorizó en principio la aceptación de esa estatua por el Gobierno del DF, y su colocación en la vía pública.

Es cierto que después esas mismas notabilidades, asustadas por la reacción de los activistas, dieron marcha atrás apresuradamente, y anularon su primera decisión. Pero en su origen a esos conspicuos personajes se debe el espinoso problema del cual la campana salvó a Marcelo Ebrard y que ahora enfrenta Miguel Mancera. Yo pienso que mientras se decide el destino final del monumento las ilustres damas e ínclitos caballeros que sin ver lo que hacían autorizaron originalmente el adefesio deben ser condenados, igual que el capitán de barco, a sentarse junto a la imagen de Aliyev, y cuando alguien pregunte: “¿Quiénes serían los grandísimos insensatos que por no hacer bien su trabajo autorizaron en principio este esperpento?”, tales notables tendrán también que ponerse en pie y responder al unísono: “Fuimos nosotros”. Fiat justitia et pereat mundus. Hágase justicia, aunque se acabe el mundo…
 
Dos elegantes caballeros se conocieron en una fiesta. Le pregunta uno al otro: “¿A qué te dedicas?”. Responde el otro: “Vendo Viagra femenino”. “¿Viagra femenino? —se sorprende el primero—. No sabía que hubiera Viagra para la mujer”. “Sí lo hay —responde con una sonrisa el otro—. Vendo joyas”…
 
Jock McCock, hombre de procerosa estatura, lacertoso, entró en el bar. Caminaba penosamente con muletas, traía vendada la cabeza y llevaba un brazo en cabestrillo. “¿Qué te sucedió?” –le preguntó, azorado, el cantinero. Responde con feble voz McCock: “Tuve une pelea con Tiny Tin”. “¿Tiny Tin? —se asombró el de la taberna—. ¡Pero si Tiny Tin es un hombrecito flacucho y escuchimizado que no te llega a la cintura!”. “Es cierto —replicó McCock—. Pero tenía una pala, y me golpeó con ella”. Inquiere el tabernero: “Y tú ¿no tenías nada en la mano?”. “Sí —contesta Jock—. Tenía una bubis de la esposa de Tiny Tin, pero eso no sirve mucho para defenderse”… FIN

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