domingo, 24 de mayo de 2009

Ego ¡hic! te absolvo

Presente lo tengo Yo
 
Aquel padrecito empinaba mucho el codo. Quiero decir que era grande bebedor. Cumplía los deberes de su sagrado ministerio, pero acabada la faena se entregaba a copiosas libaciones en su cuarto, y los lunes todo el día, pues era el que le daban de descanso.

No estoy hablando mal de ese sacerdote. Dios me libre. Sencillamente estoy diciendo que le gustaba el chupe. Quizá bebiendo evitaba otras tentaciones, o con el vino disipaba dudas sobre Dios o las verdades de la fe. Quizá en el fondo de la copa hallaba respuesta a las preguntas que se hacía acerca de los grandes misterios de la religión. No sé. Yo por mi parte creo que si San Agustín de Hipona o Santo Tomás de Aquino hubiesen bebido de vez en cuando, y razonablemente, a lo mejor habrían visto con claridad mayor las cosas de la divinidad, y tanto “La Ciudad de Dios” como la “Suma Teológica” les habrían salido más luminosas y esplendentes de como les salieron en la sobriedad. No sé. El caso es que aquel padrecito empinaba mucho el codo.

Cierto día lo fue a ver un sacerdote amigo suyo. Le dijo que quería confesarse con él. No le dijo que lo buscó porque traía un cierto pecadillo que no se animaba a confesar a otros padres de manga más estrecha, y más escrupulosos y severos. Acudió a él porque confiaba en que el espíritu del vino, que suele ser espíritu comprensivo y tolerante, pondría al confesor en actitud benévola, de modo que lo absolvería de aquella culpa que cargaba, y la olvidaría luego, pues aquéllos a quienes posee el espíritu del vino suelen olvidar pronto lo que oyeron y dijeron.

Así confiado llegó, pues, a confesarse con su amigo. Se alegró al ver que estaba ya achispado por dos o tres copitas, o cuatro, o cinco, o seis. Le pidió que lo oyera en confesión. El otro se sorprendió algo, pues su colega no solía recurrir a él para que le impartiera el sacramento de la reconciliación. Pero con dos o tres copitas —o cuatro, o cinco, o seis— no son necesarias las explicaciones. Todo se explica por sí mismo. Así, el señor cura se puso la estola penitencial, y después de sentarse en una silla le dijo con tartajosa voz al penitente, que se había arrodillado ante él:

-Ave Mapía Rurísima.

-Sin pecado original concebida —respondió el otro—. E hizo la confesión de sus pecados, sobre todo de aquél que más pesaba en su ánimo.

Al terminar la relación de culpas el confesor le impuso la penitencia:

-Rezarás 33 credos, uno por cada año de la vida de Nuestro Señor. Rezarás siete rosarios, uno por cada dolor de los siete que traspasaron el sacratísimo corazón de María. Rezarás 50 salves, una por cada cuenta del rosario. Rezarás tres novenas a la Santísima Trinidad, una por cada Divina Persona. Ayunarás a pan y agua cuatro días, uno por cada evangelista...

-¡Oye, oye, oye! —lo interrumpió enojado el penitente—. Te estás pasando de la raya. Los pecados que confesé no son tan graves, quizá con excepción de uno, pero aun ése no amerita el rigor que estás mostrando. Además seguramente tú tienes más pecados que yo. Eres un borracho que bebe hasta quedar privado de sentido. ¿Por qué me impones tan grave penitencia?

Respondió el padrecito:

-Es que yo cuando chupo, chupo; y cuando confieso, confieso.

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